Aberasturi sobre su hijo con parálisis cerebral: “Cris es como debería ser Dios”
Articulo: El mundo.es
Cris tiene 36 años, un biberón de batido rosa y unas manos pequeñas. Es uno de los 120.000 paralíticos cerebrales que hay en España.
Aqui el video y fotos de CARLOS GARCIA POZO
En ‘Cómo explicarte el mundo, Cris’, Andrés Aberasturi escribe a quemarropa sobre su hijo
El padre le habla al hijo como si éste le estuviera entendiendo todo. El padre le pregunta como si el chaval -en cualquier momento, ¿te imaginas la fiesta?- le fuera a responder cuatro frescas. El padre le cuenta noticias de los sobrinos Andrés y Pablo como si Cris supiera quiénes son Andrés y Pablo. El padre trata de estrecharlo contra sí mismo como si este manoteo desmadejado de Cris fuera un abrazo intencionado.
Cuando uno tiene un hijo con una parálisis cerebral -cuenta el padre-, “hay que vivir como si”.
Esta historia tiene 36 años -los que tiene Cris-, pero comenzó a escribirse hace tres. Un poco en trance y en vigilia. Un poco a pesar de uno mismo. Un poco a quemarropa. Todas las cursivas que van a leer a continuación -si es que están dispuestos a leer un alegato oscuro- están sacadas del libro Cómo explicarte el mundo, Cris (La Esfera de los Libros). El resto salió de una tarde que pasamos con Cristóbal y su padre, el periodista Andrés Aberasturi. Que tiene una dilatada carrera profesional. Que tiene varios premios. Que tiene algunos poemarios, sí. Y que también un hijo con parálisis cerebral.
-Hay algo que sí que sabemos hacer bien mi hijo y yo.
-Dinos.
-Chocar las manos como los americanos. Mira.
Y las chocan. Plas.
Las manos. Las del hijo: blancas, húmedas y pequeñas. Que no necesitan ni una sola sesión de quiromancia porque se leen solas.
“Las manos de mi hijo no empuñarán banderas ni fusiles, ni moldearán el barro, ni escribirán sonetos. Pero las manos de mi hijo nunca harán daño“.
(…)
“Ayer tu madre, sin venir a cuento, ha comentado casi de pasada, con un dolor sencillo, que una de las cosas que más echa de menos es no haber podido llevarte nunca de la mano”
El día en que nació, Cristóbal Aberasturi Páez lo hizo sin diagnóstico y sin paladar, y al poco le tuvieron que fijar la lengua con puntos para que no se la tragara. El padre aún recuerda aquella boca amoratada y rota, “deformada por las pinzas que debieron usar para operarle”; aquella cabeza pinchada.
Los padres preguntaban y preguntaban y preguntaban por aquella lengua imposible. Y entonces hubo un médico cabrón que les reprendió por tanta pregunta.
-¿Pero acaso va a hablar su hijo?
El periodista nos cuenta que aquella UCI de Neonatología era “un cuadro de El Bosco”. Y enumera las escenas del retablo. “Bebés del tamaño de un puño entubados”, “trocitos de carne palpitante”, “cuerpitos mutilados”, “niñitos transparentes como hojas de sándalo”, “trasplantados de urgencia”, “niños ya condenados”…
“Hay un silencio raro en Neonatología. Allí la gente no nos hablábamos, como una forma de respeto a los otros padres, como una forma de no querer saber”. Lupe hacía algo hermosamente extraño cada vez que se acercaba a darle el biberón al hijo. Todas las mañanas, antes de acudir a Neonatología, la madre se pintaba. Los labios. Los ojos. Las mejillas. Para que la viera guapa el hijo que no miraba.
(…)
“Cuánto habréis aprendido con él’ [te dicen]. Tan solo el enunciado me parece grotesco, radicalmente cruel (…). Renuncio y maldigo a cualquier experiencia positiva nacida de tu sufrimiento”.
A los tres meses se fueron con la lengua en su sitio, pero con el diagnóstico en ninguna parte.
Cristóbal es Cris. Que tiene un hermano de 40 años que se tumba con él en el suelo para las siestas de verano. Que siempre se anda chupando la mano. Que de bebé “no conoció otra cosa que putadas, cada vez que alguien se le acercaba era para inyectarle, para abrirle la boca, para hacerle daño…”.
En el Centro de Paralíticos Cerebrales El Despertar hay 57 residentes, una quietud de astillero y una atmósfera de pabellón de reposo.
Cris es una de las 120.000 personas con parálisis cerebral que hay en España. Una persona irrepetible. Un tipo insólito.
A Cris le gusta la piscina, levantar las piernas cuando está tumbado, vivir a su aire “como un gato”.
A Cris no le gusta la ducha, que le mojen la cabeza, el aliento del secador en el pelo.
-¿Crees en Dios?
-Creo que Dios es él. Mi hijo es como debería ser Dios. Aunque yo no querría que fuera Dios, claro… Yo querría que llegara a las cuatro de madrugada hasta arriba, como los otros, con una copa de más.
(…)
“No había flores, Cris. No había ramos de flores ni cajas de bombones ni ese revuelo tan alegremente perturbador de las visitas. Tu llegada al mundo apenas se celebró”.
Andrés Aberasturi no lloró con el primer desamor. No soltó una lágrima con la primera pelea o aquel traspiés profesional. Tampoco lo hizo cuando murieron sus padres. Sí lo hizo cuando el hijo se le moría después de todo.
“Le operaron de la cadera y tuvo una infección generalizada en todo el cuerpo. En casa veíamos que no iba bien. Las heridas no le cerraban. Los ojos se le empezaban a hundir. La doctora nos puso en una tesitura: o volvemos a intentarlo de este modo [más dolor, más sondas] o le dejamos que se vaya tranquilamente. Decidí que haríamos lo que dijera su madre. Es la que tenía todo el derecho a decidir. Ella y su hermano dijeron que por supuesto había que intentarlo. La verdad, la puta verdad, es que yo habría dicho que le dejaran tranquilo”.
Escribe en el libro: “Lloraba por primera vez, lloraba sobre tu cuerpo dormido, lloraba sobre aquel brazo casi inmóvil a fuerza de vendajes para que no te quitaras la vía hacia tus venas, lloraba como nunca había llorado (…); y mirándote a los ojos solo te murmuraba: ‘Perdóname, perdóname, perdóname…'”.
(…)
“Ni tan siquiera puedo ponerte un tono de voz, soñar una palabra tuya articulada, un sonido que no sea el sonido de tu risa o de tu angustia, que no sea el sonido de tu mundo de sonidos, pequeño, conocido, comprensible. ¿Te imaginas una palabra tuya?”
-Tu hermano no va a andar -le dijo un día al mayor (que era pequeño).
-Da igual, papá. Ande o no ande, le vamos a querer igual.
Si pudiera hacerlo aquí y ahora, Andrés se pondría a fumar mientras nos cuenta todo esto. Se encendería otro cigarro a pesar de su enfermedad pulmonar crónica. Pero estamos en la residencia. En una sala que nos han dejado. Y Cris tiene media mano metida en la boca y odia el humo.
Los pulmones. Como espoletas. Hubo una vez en que una neumonía casi se le lleva al hijo. Es de esas ocasiones en que los padres tuvieron un miedo glacial y cansado. “Le ponías la mascarilla y se la arrancaba. En medio de la crisis, le agarré muy fuerte. Él también. Aquello no le iba a dar oxígeno, era una abrazo animal, lo más parecido a lo que haría un orangután. Un abrazo entre su angustia y mi miedo”.
(…)
“Entonces te planteas la gran decisión de la residencia (…). Para muchos es tirar la toalla, rendirse (…). Para otros es aún peor: se trata de quitarnos el problema de encima, una forma disimulada de abandono, de olvido (…) ¿Qué estamos haciendo, Cris, hijo mío? ¿Por qué no te seguimos teniendo con nosotros? ¿Nos estamos inventando coartadas para liberarnos la conciencia? Para decirlo claramente: ¿Somos culpables y te abandonamos?”
Desde la vivienda familiar de Cris hasta El Despertar hay 40 minutos en coche. Vienen sus padres. Y el hermano. O los tíos.
Cuando Cris vivía todavía en casa -hará una década-, se iban de vacaciones los cuatro en un Chrysler Voyager que parecía una botica con ruedas. Una familia y un mapa. Los amigos del hermano mayor, a sus 15 años, tenían que pasar el “examen” de ver a Cris con naturalidad, que a lo mejor estaba tranquilamente tumbado en el pasillo. “Este es mi hermano”, les decía. En plan “es uno de los nuestros”. Y allí -a la edad de la mafia con espinillas- se hacían lazos de sangre.
“Ves crecer a los chicos de su edad. Y llegan los Reyes y el tuyo no sabe quiénes son los Reyes. Y llega la comunión y él no va a hacer la comunión. Ni sabrá de la selectividad. Ni de un primer beso con la pareja… Todos esos momentos. Nunca hicimos una tragedia cara afuera. Pero es inevitable pensarlo”.
Andrés acude a la residencia una vez por semana a verlo. Le habla, le toca, le explica cosas de los sobrinos. Le cuenta como si.
(…)
“¿Cuántas veces has tenido sed y no lo he sabido? ¿Cuántas noches has sentido frío y no he estado para arroparte? ¿Cuántas veces te ha dolido la cabeza sin que yo lo supiera? (…) Nunca has llorado, Cris, nunca, y cuántas veces he necesitado ese llanto tuyo, ese caudal de lágrimas y penas para acercarte a mi pecho y apalomarte”.
Escribe Javier Sádaba en unas líneas introductorias que el libro de Andrés “difícilmente soporta un prólogo”. “Más aún: añadir algo puede estropearlo, interponer un cuerpo extraño entre él y su hijo Cris”.
Nosotros nos íbamos ya.
-¿Se va uno jodido de aquí?
-Esa es la gran contradicción. Cuando te vas de la residencia, su estado es un alivio. Sé que no me echa de menos, que no sufre porque me vaya, no me castiga por ello, no me lo recrimina… Te da cierta tranquilidad egoísta… Lo que yo daría por haberle escuchado una sola palabra. Una sola… Y que esa palabra fuera mamá.